Por José Alejandro Peña

Entre la felicidad y el asombro ante las circunstancias creadas por el instante absoluto, se adelanta el poeta José E. Santos, con un libro magistral que titula Sombras en el lugar desolado, publicado en los Estados Unidos por Almava Editores, en el mes de agosto de 2020. Con respecto a este particular proyecto, me propongo, obtener de él directamente, su perspectiva sobre distintos elementos que germinan del poemario.

J. A. P.: ¿Qué significa para José E. Santos ese “lugar desolado”, habitado por sombras? ¿Qué papel juegan esas sombras en la imaginación de su creador u observador? ¿Indican un antes y un después en la función poética de su hacedor? 

J. E. S.: Saludos José Alejandro, y de antemano te agradezco esta invitación para hablar del poemario y de otros temas. Bueno, imagino que ese buen lector y escritor que vive en ti sabe bien que el “lugar” puede ser muchos “lugares” y de igual manera pasa con las “sombras”. La desolación es única y viaja entre todos los niveles posibles para cualquier lector.  El lugar puede ser la conciencia impulsiva o sensata de cualquier ser humano.  El lugar puede ser una ciudad, o un edificio o una casa.  El conjunto puede ser la historia de una persona, de un país o la historia del mundo, según desee escoger el lector.  Las sombras son rastros, proyecciones que no articulan la forma total, los rasgos completos.  Son lo desdibujado que persiste una vez el tiempo borra y demuele. Preguntas por lo que pueden representar para mí las sombras. Quizás representan ese sentido de insuficiencia de la voluntad, del deseo, del amor, de las aspiraciones sociales o personales, que con los años se vuelven olvido. Por eso lo que queda siempre son las ruinas, habitadas irremediablemente por esas sombras y definidas por la desolación.  Me preguntas por una posible función, “un antes o después” dentro de lo que es mi voz como poeta.  Por definición sería un “antes”, por proyección sería un “después”.  Para ser justo, el texto “pertenece a” y “se acomoda en” un espacio bastante definido de lo que ha sido mi producción poética en los últimos quince años más o menos.  Puedo vincular su impulso a Diálogos en el museo y Muestra gélida de poesía inconsecuente, textos en que se barajan, de maneras muy distintas, inquietudes algo similares.

J. A. P.: ¿Cómo explicas el proceso creativo de una obra depurada, sencilla en apariencia y hondísima en su realización como esta que tenemos ahora ante nosotros?

J. E. S.: No haré una historia pormenorizada del texto, no viene al caso, pero sí medió un poco el que no hubiera dedicado tiempo concreto a escribir un poemario en mucho tiempo, dedicado como estaba recientemente al ensayo, tanto el técnico como el creativo, o al ensayo “anfibio” como suele definirlo a veces uno de mis colegas.  Por eso se fue acumulando un corpus de poemas, algunos de los cuales eran amatorios. Deseaba hacer algo distinto y darle doble o triple sentido para el lector. Dejé descansar eso por más tiempo, debido a lo enfocado que estaba con lo de escribir ensayos y relatos (tengo una colección pendiente que todavía no termino).  Bueno, el caso es que se dio un incidente instigador, un instante de “fiat” o epifanía, si se quiere. Tiene que ver con esas “energías” muy bonitas que pueden ser producto de la asimilación particular de una presencia hermosa en nuestras vidas.  Recuerdo que una tarde deseaba dedicarle un poema a esa amiga, que fuera bastante completo en el sentido de que representara los muchos elementos que admiraba en ella, además de poner a hablar entre sí inquietudes históricas y sociales sobre las que en ocasiones debatíamos.  Ese texto “inicial” fue “Neblinas de Pripiat”. Su redacción me alegró mucho, y pasadas varias semanas, comencé a articular la posibilidad de hacer un poemario que retomara los elementos que había en el poema y los llevara a otros “lugares”.  Sobre la marcha, algunos poemas que había acumulado los comencé a modificar dentro del marco deseado.  Y luego sentí ese impulso, esa riada hermosa que me volcó a escribir nuevos poemas, que finalmente se volvieron la mayoría. Dejé fuera algunas composiciones anteriores en favor del nuevo impulso. Fue entonces que el bosquejo inicial ganó forma definida. 

El poemario articula varios lenguajes que se descifran entre sí: la pasión intensa amorosa, la complicidad lujuriosa, la errancia de la historia, la inadecuación entre el individuo y la sociedad, la pretensión intelectual de dar orden a la suma de las experiencias, la sensación de fracaso de las grandes ideas filosóficas y del redentorismo social, y como deudor que siempre he sido de lo clásico, el motivo de las ruinas.  A esto se sumó entonces un hilo que fuera juntando todo: el culto de Minerva.  Y Minerva puede ser el pasado glorificado, puede ser una metáfora de futuros atentos a la equidad entre los seres humanos, puede ser la esperanza en el papel renovado de la mujer en la historia y en las historias personales, puede ser la sabiduría misma, que tanto en su versión griega como romana es deidad bélica y protectora. Es mi intento de que tanto mujeres como hombres entiendan que la justicia y la lujuria pueden nacer de un mutuo reconocimiento: la real pero invisible sensatez.  El resultado puede ser, por lo tanto, triste.  El primer poema (en un pasillo de edificio abandonado) atrapa al lector en la viva inmediatez de los sentidos. El poema final (en una ciudad fantasma, vestigio de todos los olvidos) supone una vida más allá de la muerte (todas las muertes sensoriales y conceptuales), una infinita celebración carnal, más allá de la carne y de la historia.  Espero al menos haberte dado una mínima idea de cómo articulé el texto.  Por supuesto, para cada lector, el poemario le hablará a su modo, o lo llevará a otras estructuras y otros paisajes.

J. A. P.: ¿Quiénes, dentro de los poetas de Puerto Rico, realizan en este momento, una labor poética tan lúcida, brillante y remarcable?   

J. E. S.: Sabes bien que este es el tipo de pregunta con el que puedes meterme en problemas con los colegas.  Por suerte, mi respeto a las sensibilidades ajenas va de la mano con mi realidad personal.  De otras comunicaciones que hemos tenido sabes que usualmente presto más atención a lo escrito en siglos pretéritos.  Leo a algunos contemporáneos, por supuesto, y a veces me fijo en poetas noveles, pero no en muchos, lamento decirlo.  La falta es mía.  Por suerte, varios de mis colegas también saben que mi enfoque ha sido diferente, que en mi formación lo literario no fue centro sino hermoso margen, y que con los años me he disciplinado un poco para representar con responsabilidad mi vocación como escritor.  Y tengo fama de huraño, de ermitaño.  No es por desprecio, en lo absoluto, y por suerte, mis amistades lo saben.  Dicho esto, lo que ahora te refiera en nada debe entenderse como menosprecio de nadie.  En mi limitada experiencia personal me asombra la lucidez absoluta de Jan Martínez, la honestidad de Alberto Martínez Márquez, la ambición proteica de Zoé Jiménez Corretjer, la depurada reflexión de Israel Ruiz Cumba, las asimetrías surreales de Marie Gelpí, la madurez emergente y densa de Iris Miranda.  Mi listado es limitado e injusto.  Alguna mención fugaz en cualquier conversación me haría recordar a otros autores, estoy seguro.

J. A. P.: ¿Cuáles poetas han marcado al poeta José E. Santos, no en el plano corriente de las influencias, sino en el plano fundamental de la vida como un todo?  

J. E. S.: Esta pregunta es bonita.  Sé lo que quieres decir con lo de las influencias, que a su vez es también un tema no tan simple como debería serlo.  Ahora, esto que mencionas de ver la vida “como un todo” puede llevarme a mencionar poetas que ni siquiera leo mucho.  Por lo tanto, voy a restringirme a mencionar poetas que cuando los leo siento que hago un ejercicio de generación y destrucción vitales.  Tengo que comenzar con Miguel Hernández Gilabert. No puedo escribir como él y este hecho me devuelve siempre al papel de ser solo un lector afortunado. Su concepto del compromiso no es meramente político o social.  Es enteramente humano.  Tiene poemas muy contextuales, pero no son la mayoría.  Uno puede mostrar ese universo de poemas a cualquier lector apto que profese la fe o la ideología que sea, o que no profese ninguna, y siempre se sentirá movido y transformado.  Siempre que leo a Miguel Hernández, en algún momento he de llorar porque me recuerda que nunca seré como él, pero siempre padeceré como él.

En segundo lugar, debo mencionar a García Lorca, y podría justificarlo por ser heredad de mis hermanas que lo leían y me dejaban sus libros por la casa para que me topara con ellos y los leyera, pero para ser justo con lo que preguntas, en García Lorca veo una lectura particular en la que el poeta destruye los cimientos de todo con su arte.  No es categórico lo que sentencio.  Muchas amistades me piensan un loco por llegar a esa lectura particular de García Lorca.  Otros me han señalado que les parece interesante.  Es, a fin de cuentas, la toma de conciencia de que la destrucción es la única renovación, y no nos toca a nosotros lograrla, porque lo único que hemos sabido hacer es repetirnos.  Todo es apariencia.

Son muchos los poetas que me afectan del modo en que preguntas, pero no acabaría.  Diré que Rubén Darío está en esa lista y Lope de Vega.

J. A. P.: A todos los poetas se les ocurre, en algún momento de su vida, definir el concepto de poesía. ¿Qué es poesía, en tus propios términos?

J. E. S.: Creo que varias veces he tanteado con esta idea de definir la poesía. Me tomaré la libertad de citar un párrafo que aparece en El fundamento de los instantes (2014) y que más se acerca a lo que me preguntas: “[S]upe desde entonces [a los trece años de edad], que al menos para mí [la poesía] se trataba de encontrar orden en todo lo que escribía.  Y para ello era imprescindible la disciplina.  Mil veces me empeñaba en meter una palabra que no iba por hacer caso de una rima consonante imposible para lo que quería decir.  Otras veces pensaba que lograba endecasílabos precisos para luego, días después darme cuenta de que aquello era un reguero.  A veces tuve suerte y al menos alternaba un verso de doce sílabas con uno de once en alguna secuencia estrófica.  Perdí tardes enteras en estos dilemas, tardes que pude dedicar mejor al béisbol y al baloncesto, a ver si mejoraba un poco mi fama mediocre deportiva.  Sin embargo, me acostumbraba, me daba cuenta de qué hacer y qué no hacer en momentos determinados.  Y con los años aprendí que la poesía me revelaría múltiples maneras de generarla y seguirla. Y supe que hay muchos tipos de disciplina singulares.  Todo lo demás era el desconcierto del mundo.  Por eso siempre temí a la prosa.  Le huía con terror cuando comencé a escribir.  Porque la prosa era libertina.  Porque la prosa era descarada.  Y yo deseaba orden” (p. 68).  Orden, para mí, la poesía es orden.  Y el mundo carece de orden.

J. A. P.: ¿Tiene la poesía alguna función social psico-filosófica determinada?

J. E. S.: No tengo más remedio que repetirme.  Como todo ritmo (porque es ritmo) la poesía repite y ordena.  La poesía da orden. A los orígenes de un pueblo.  Al caos de nuestras sensaciones y emociones íntimas.   A la caída libre de las imágenes y de los pensamientos.

J. A. P.: ¿Algo que decirnos de tu vida, en particular, algo que te motiva y llena de alegría cada vez y que no cambiarías por nada en el mundo?

He tenido la suerte de contar con amistades hermosas y valiosas que han durado muchos años.  Aunque no nos veamos tanto como en los años de juventud, siempre pienso en ellas y les deseo bienestar.  También a algunas de mis exparejas les guardo un lugar en el pensamiento en que seguirán ellas siempre vigentes.  En este mismo sentido, mi descubrimiento de México y de los muchos “Méxicos” que entraña, ha gestado la creación de un portal a otro universo de maravillas y conflictos.  Mi vínculo con mis amistades allá es bellísimo y sustantivo.

Pero lo que en verdad jamás cambiaría de mi vida son mis hermanas.  Siempre fueron relevantes en mi temprana formación y por ellas maduré muchas de mis visiones y formas de entender y manejar el mundo.  Cuando estoy junto a ellas, que no es muy frecuente porque vivimos apartados, puedo cerrar los ojos y quedarme dormido.  El mundo convulso ha cesado y ellas, sin velar, velarán mi sueño.  Soy el menor, y la mera idea de que mueran antes que yo me aterra.

Biografía:

José E. Santos Guzmán, Ph.D

José E. Santos

Catedrático asociado del Departamento de Estudios Hispánicos del Recinto de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico, nacido en San Juan, Puerto Rico en 1963.  Editor de la revista Pórtico (revista de letras hispánicas del RUM).  Se especializa en la literatura española de los siglos XVIII, XIX y XX.  Es además escritor, y se destaca principalmente como poeta, narrador y ensayista.  Estudió en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, donde obtuvo los grados de B.A. en Estudios Hispánicos y Maestría en Lingüística.  Culminó estudios en la Universidad de Brown en los EE. UU., dónde obtiene el grado de Doctor en Estudios Hispánicos.  Ha sido previamente profesor de letras hispánicas en Rhodes College (Memphis, Tennessee), la Universidad del Sagrado Corazón (Puerto Rico), y los recintos de Río Piedras y Arecibo de la Universidad de Puerto Rico. 

Su obra poética la constituyen los poemarios Pequeño cuaderno gris (1987), Crónica de la degustación (2005), Después de la espera (2006), Libro de Venecia (2007), Muestra gélida de poesía inconsecuente (2009), Diálogos en el museo y otros poemas (2011) y Libro de Daniela (2012).

Su obra narrativa se inaugura con Archivo de oscuridades (2003), seguido de Deleites y miserias (2006), Los Viajes de Blanco White (2007), Los comentarios (2008) y Trinitarias y otros relatos (2008).

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